Soy de mar y entiendo de mareas y de vientos. Llevo el yodo, la sal y los rizos de las olas en mi ADN, pero este fin de semana he disfrutado de unas playas en las que he necesitado traducción simultánea.
Son playas verdes, salvajes, cristalinas. Son playas que aparecen y desaparecen, en las que el aire corre fresco, donde los niños lucen bañadores a juego con sus gorritos y pequeños neoprenos para sus pequeñas tablas de surf. Las señoras pasean por sus grandes orillas peinadas de peluquería, con sus elegantes pareos… Las toallas son de rizos más mullidos y los señores, muy orondos, te ceden el paso con amables sonrisas.
Las playas de mi tierra son más bulliciosas, huelen a espetos de sardinas y a mar concentrado. Son luminosas, de arena negra, llenas de abuelas gordas, de señores muy delgados de un moreno plomizo y niños gritones y ‘coloraos’. Los vecinos de chambao compiten por el espacio y, hasta no hace tanto, su banda sonora eran las ollas express anunciando que el potaje estaba listo.
Los días de playa que yo recuerdo, son de sandía en la orilla, de calor espeso y de niños cogiendo coquinas. Son días de croquetas frías y de tortillas de papas, de helado por la tarde y de champú en la ducha… son de llegar reventao’ a casa, ardiente por el sol y con los labios quemados.
Hay otras playas y son diferentes pero yo, como dice niño, me quedo con la playa de la abu Lola, las playas de mi infancia y espero, que las playas de la infancia de mi niño, donde la arena quema y se toma el sol mirando al mar.